Ética individual y pobreza global

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Imagina que un día, de camino al trabajo, mientras cruzas por un parque, notas que en un estanque poco profundo un niño pequeño se está ahogando. Buscas con la mirada a sus padres, pero no parece haber nadie cerca más que tú. Dado que sabes que el estanque es poco profundo, no sería difícil salvar al niño. Tu vida no correría ningún peligro. Eso sí, arruinarías tus zapatos preferidos (que son bastante caros) y llegarías tarde al trabajo. ¿Crees que deberías salvar al niño? La mayoría de la gente no lo duda: por supuesto. Parece que el valor de unos zapatos, por muy caros que sean, y de una hora o dos de trabajo, es muy inferior a una vida humana, al punto de ser incomparable. El filósofo Peter Singer, de la Universidad de Princeton, opina que este ejemplo nos lleva a la formulación del siguiente principio: si está en nuestras manos evitar que algo malo suceda sin por ello tener que sacrificar algo comparable en importancia, deberíamos hacerlo. La aparente obviedad de este principio es engañosa. Si lo siguiéramos, nuestro mundo sería radicalmente distinto.

Según UNICEF, unos 19.000 niños menores de cinco años mueren todos los días por causas fácilmente evitables relacionadas con la pobreza, como la desnutrición, la diarrea y la neumonía. Salvar una vida puede costar quizás un poco más que unos zapatos caros, pero no hay que mojarse la ropa ni llegar tarde al trabajo. Puede ser tan fácil como donar dinero a una organización fiable a través de internet. ¿Será posible que, al escoger gastar nuestro dinero en cosas prescindibles (como ropa cara, vacaciones, conciertos, perfumes, coche nuevo), estemos dejando morir a personas que podríamos salvar?

Thomas Pogge, filósofo en la Universidad de Yale, opina que no estamos libres de responsabilidad en lo que se refiere a la pobreza mundial. En sus escritos argumenta que la pobreza extrema es causada y perpetuada en gran parte por las normas internacionales que imponen los países desarrollados a los países más pobres. Los países ricos establecen las reglas del comercio y las finanzas internacionales que agravan la pobreza. Estos gobiernos son elegidos y financiados por nosotros, los ciudadanos de países desarrollados. Aún peor, los ciudadanos de los países ricos nos beneficiamos de la pobreza global. No hay más que pensar en los precios baratos que pagamos por bienes que son producidos en condiciones cercanas a la esclavitud en países pobres. ¿Qué se puede hacer al respecto? Habría que evitar beneficiarse, en la medida de lo posible, de la injusticia. Es importante oponerse a las políticas opresivas respaldadas por nuestros gobiernos, organizarnos en colectivos para exigirles a nuestros gobiernos que actúen de manera ética a nivel internacional, y en lo privado, tratar de compensar a los habitantes más vulnerables de nuestro planeta por los muchos daños que les causamos indirectamente. Si bien quizá lo más importante sea transformar las estructuras internacionales y nacionales que crean y perpetúan la pobreza, mientras nos acercamos a ese ideal que sin duda es díficil de alcanzar, una manera de compensar a los más pobres de manera inmediata es a través de donaciones privadas. Aunque no sean una solución estructural, las ayudas económicas salvan vidas, mejoran comunidades, solucionan problemas importantes en contextos limitados. Si tus ingresos te permiten vivir con relativa holgura, es probable que esté en tus manos salvar a cientos de personas a lo largo de tu vida.

¿A quién o a qué organización donar?

La objeción más común entre los escépticos es que las organizaciones de ayuda no son de fiar. Sin duda hemos sido (y seguimos siendo) testigos de demasiados escándalos de corrupción como para prestar nuestra confianza sin sospechar. Otros escépticos pueden pensar que, incluso si las organizaciones son honestas, es posible que no sean efectivas. Afortunadamente, hoy en día contamos con algunas organizaciones independientes como GiveWell que evalúan, no sólo la transparencia de las agencias de ayuda, sino también su efectividad. La organización de Peter Singer, The Life You Can Save, también recomienda algunas organizaciones fiables.

Otra posibilidad es donar a la causa que uno considera más importante, haciendo la evaluación de cada organización uno mismo. Aquí hay una guía que contiene algunas preguntas fundamentales que han de presentarse a las organizaciones para evaluar su fiabilidad.

Para evitar problemas de corrupción y para asegurarse de que sean los pobres quienes puedan determinar sus prioridades, algunas personas prefieren dar su dinero directamente a quien más lo necesite. Un estudio llevado a cabo en Uganda muestra que las personas que reciben en un solo pago lo equivalente a un año de su sueldo, son capaces de aumentar sus ingresos al menos un 40% al cabo de dos años. Para quien no pueda donar a gente pobre personalmente, la organización GiveDirectly es un servicio de transferencia de dinero que identifica familias pobres en Kenia y les transfiere el 90% de las donaciones que recibe con la única condición de que las familias gasten el dinero en lo que les parezca más importante.

Quienes tengan más dudas sobre la efectividad de donar dinero pueden encontrar aquíalgunos mitos desmentidos sobre el beneficio de la ayuda a los pobres.

¿Cuánto donar?

No es fácil determinar una cantidad adecuada para nuestras posibilidades económicas. Peter Singer sugiere una cantidad mínima que, de ser adoptada universalmente, sería suficiente para acabar con la pobreza extrema. Aquí puedes calcular la cantidad que deberías donar en base a tus ingresos (un 1% para ingresos bajos, y porcentajes incrementales para ingresos más altos).

Quienes quieran ir más allá del mínimo pueden encontrar inspiración en Giving What We Can, una organización cuyos miembros han prometido donar al menos 10% de sus ingresos, y Bolder Giving, cuyos miembros donan hasta el 90% de sus ingresos. En ambas páginas se puede encontrar información, historias inspiradoras, consejos, y una amplia comunidad de personas comprometidas con la lucha en contra de la pobreza.

¿Qué gano donando?

Si bien los argumentos citados parecen suficientes para decidirse a donar, no está de más mencionar que la evidencia empírica sugiere que la generosidad tiene el afortunado efecto secundario de incrementar el bienestar de quienes gastan su dinero en otras personas. Como señala el investigador Micheal Norton en su conferencia TED sobre el tema, el dinero sí que puede comprar la felicidad, pero para ello hace falta gastarlo en los demás.


Bibliografía de interés

Singer, Peter. Salvar una vida. Katz, 2012.

Pogge, Thomas. La pobreza en el mundo y los derechos humanos. Paidós Ibérica, 2005.

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La ética de la desobediencia

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A pesar de lo mucho que se alaba la democracia de dientes para afuera, lo cierto es que la autoridad, entendida como una supremacía incuestionable, sigue siendo uno de los pilares fundamentales—aunque a veces implícito—de nuestra sociedad. No hay más que echar un vistazo a las escuelas y colegios, en donde la arquitectura suele parecerse más a una cárcel que a un espacio de colaboración y aprendizaje, y en donde el número de reglas suele sobrepasar el número de preguntas exploradas. Quizás como resultado de una educación autoritaria, tendemos a asociar la ética con una enumeración de reglas, con obedecer a la autoridad en turno, como si ser una buena persona fuera equivalente a seguir las reglas impuestas, como si actuar correctamente fuera tan fácil como dejar que otros piensen por nosotros, como si se pudiera rendir la responsabilidad individual a una lista de normas.

Un vistazo rápido por la historia evidencia que muchas de las más grandes inmoralidades se han cometido precisamente por obedecer a la autoridad en turno. ¿Cuántas veces se habrá escuchado la vieja excusa de “yo sólo estaba siguiendo órdenes” de los labios de asesinos y torturadores? Es la obediencia ciega y la adecuación maquinal a una autoridad o un sistema infame lo que la filósofa Hannah Arendt denominó la banalidad del mal. La cultura popular retrata lo malvado como algo externo, ajeno, profundamente satánico, inherentemente perverso, rebosante de malas intenciones, insensible, frío, calculador, psicópata. Sin duda ese mal existe, pero es siempre minoritario. Lo que permite que el mal maléfico se extienda y cobre proporciones titánicas (considera la inquisición o el nazismo) es el mal banal: el mal perpetrado de manera cotidiana por el ciudadano de a pie que se cuadra, de buena o mala gana, ante una supremacía que al reclamar su responsabilidad moral lo despoja de humanidad. No nos engañemos, el enemigo está dentro y no se parece nada a los cuentos de niños.

Ya lo dijo Marguerite Yourcenar en su magnífica novela histórica Memorias de Adriano: “Nuestras colecciones de anécdotas están llenas de historias sobre gastrónomos que arrojan a sus domésticos a las murenas, pero los crímenes escandalosos y fácilmente punibles son poca cosa al lado de millares de monstruosidades triviales, perpetradas cotidianamente por gentes de bien y de corazón duro, a quien nadie pensaría en pedir cuentas.”

A todos nos gusta pensar que, de haber vivido en Alemania en la época del nazismo, por ejemplo, sin duda habríamos tenido una actuación heroica; a la mayoría de nosotros nos es inconcebible imaginarnos como nazis. Lamentablemente, la evidencia empírica no está de nuestra parte. Inspirado por el juicio del nazi Adolf Eichmann (el mismo juicio que inspiró a Arendt para desarrollar su teoría de la banalidad del mal), el psicólogo social Stanley Milgram diseñó un experimento en los años sesenta para poner a prueba la voluntad moral de las personas comunes y corrientes.

El experimento se compone de tres personas: el experimentador, un “maestro” (un participante voluntario) y un “alumno” (un experimentador que se hace pasar por un sujeto voluntario). El experimentador le informa al maestro que el experimento busca entender los mecanismos relacionados con el aprendizaje, la memoria, y el castigo. El trabajo del maestro consiste en leerle una lista de palabras al alumno para que éste las memorice y se las pueda repetir al maestro. Cada vez que el alumno se equivoque o no responda, el maestro debe administrarle una dosis creciente de descargas eléctricas. Las descargas empiezan por ser de 15 voltios (equivalente a un cosquilleo desagradable) y pueden llegar a ser de 450 voltios (una descarga letal). Las etiquetas de las descargas indican la magnitud de la descarga, que oscila entre descarga leve, descarga de extrema intensidad, peligro: descarga severa, y xxx. A los 75 voltios el alumno empieza a quejarse, a los 150 voltios grita de dolor y pide que le dejen ir, que ya no quiere participar en el experimento, a los 285 informa que tiene un padecimiento cardiaco y se encuentra mal, a los 330 voltios el alumno deja de responder. En realidad las descargas son ficticias (al igual que las quejas), pero el participante no lo sabe, pues una pared opaca lo separa del alumno, a quien solamente puede escuchar. Los resultados del experimento son estremecedores: un 65% de los participantes llegaron a descargas letales de 450 voltios. El 100% de los participantes (algunos nerviosos, sudando, quejándose, planteando dudas, y otros tranquilamente) llegaron a dar descargas intensas de 300 voltios.

Si bien hay una distancia considerable entre este experimento y un fenómeno como el Holocausto de la Segunda Guerra Mundial, el experimento no deja de ser sugerente. Muestra lo difícil que es desobedecer abiertamente, de frente, a la autoridad, incluso cuando la presión es leve, y nos alerta sobre los peligros de la obediencia.

Hoy en día el autoritarismo no siempre es fácil de identificar. Los poderes del mundo han comprendido que, la mayoría de las veces, la estrategia de la seducción publicitaria es más efectiva que la dominación por la fuerza. Aunque los titanes de nuestro mundo no pierden ocasión para recordarnos la fuerza bruta que poseen, la mayoría de nosotros nunca llegamos a recibir una orden o amenaza clara y contundente. Las órdenes y normas—seductoras, sutiles, engañosas, barnizadas con un lenguaje eufemístico—nos llegan en cambio por todos los medios de comunicación por los cuales se propagan la ideología, la moda, el conformismo, el egoísmo, el miedo, la sumisión, y las justificaciones clichés (que normalmente se basan en una falta de perspectiva histórica y usan como excusas la complejidad de la vida moderna y la omnipresencia inescapable de una manera u otra de hacer las cosas). A su vez, nuestra complicidad con un sistema nefasto puede no ser tan obvia como dar descargas eléctricas o usar un fusil; puede ser tan sutil como comprar ciertos productos o aceptar sumisamente leyes injustas.

¿La moraleja? Tal vez estamos viviendo en el mundo al revés. En vez de rompernos la cabeza por las supuestas normas morales (o sociales, o estéticas) que estamos infringiendo, para llevar una vida más ética quizá sea más adecuado empezar por preguntarnos qué normas estamos cumpliendo que merecen ser desafiadas.

Bibliografía de interés

El reporte de Hannah Arendt del juicio de Adolf Eichmann y su teoría sobre el mal se encuentran en su libro Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal.

El experimento de Stanley Milgram, con sus muchas variaciones posteriores, se encuentra en su libro Obediencia a la autoridad: Un punto de vista experimental.

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¿Cuánto debemos consumir?

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Si bien la creciente conciencia ecológica evidencia los riesgos del consumismo desenfrenado, el límite ético del consumismo no es tan obvio. ¿Cuánto consumo es demasiado?

Una buena manera de llegar a una aproximación del límite ético del consumo colectivo e individual es a través de la huella ecológica. La huella ecológica valora en qué medida es costoso un estilo de vida para los ecosistemas de la Tierra. Representa la cantidad de capital natural que se necesita para mantener una forma de vida; cuánta tierra biológicamente productiva y agua se necesita para suministrar los recursos que se consumen. La huella ecológica es contrastada con la capacidad ecológica del planeta para regenerarse. Por ejemplo, Global Footprint Network estima que el total de la huella ecológica de la humanidad para el año 2007 fue de 1,5 planetas Tierra. Esto significa que estamos utilizando los recursos naturales 1,5 veces más rápido de lo que tarda la Tierra en regenerarlos. Estamos consumiendo un 40% más de lo que deberíamos para vivir sosteniblemente. En 2011, la fecha aproximada en que nuestro consumo superó la capacidad del planeta para regenerarse en un año fue el 27 de septiembre. Es decir, agotamos nuestro presupuesto para todo el año dentro de los primeros 9 meses.

Estas cifras representan el promedio de los patrones de consumo de la humanidad en su conjunto. Sin embargo, resulta evidente que la huella ecológica de algunas personas es muchas veces mayor que la de otras. La gente en los países con más dinero suele consumir una mayor cantidad de capital natural que la gente que vive en países pobres, aún cuando es la gente pobre quien termina cargando con la mayor parte de los efectos ecológicos negativos causados ​​por el despilfarro de los países ricos. También hay países que son más ecológicos que otros, independientemente de su poder adquisitivo. El estadounidense promedio, por ejemplo, produce tres veces la cantidad de emisiones de dióxido de carbono que un europeo.

Si tu huella ecológica individual es más de 1 planeta Tierra, esto significa que necesitaríamos más de un planeta para que todos los habitantes del mundo pudieran vivir como tú. Si tu estilo de vida no es universalizable al conjunto de la humanidad, entonces no es justo, porque depende de que otras personas tengan menos recursos naturales de lo que les correspondería. En igualdad de condiciones, todo ser humano tiene derecho a la misma cantidad de recursos naturales en el mundo. Si estás gastando más de la cuota que te corresponde, estás impidiendo que otra persona (en circunstancias más desfavorables que la tuya) disfrute de su cuota justa de los recursos. (Este es un balance muy aproximado de lo que está en juego, ya que considero que un análisis completo debería incluir nuestros deberes hacia generaciones futuras, pero espero que esto pueda ser un esbozo suficientemente esclarecedor del problema).

Hay numerosos sitios web para calcular tu huella ecológica. Una buena opción en español es myfootprint.org. Otra opción la puedes encontrar en vidasostenible.org. Hay una muy corta en www.wwf.org.mx. Dado que estos cuestionarios suelen ser bastante generales y diferentes entre sí, lo normal es que el cálculo sea muy aproximado y que haya cierto margen de diferencia entre unos y otros. Lo mejor es consultar varios (sobre todo aquellos que están especialmente diseñados para el país en el que vives); no son difíciles de encontrar en el internet y experimentar en las aplicaciones con variaciones en el consumo puede darte una idea de algunos de los hábitos menos ecológicos que puedes cambiar. Las páginas también suelen incluir información relevante y recomendaciones.

No desesperes si tu huella ecológica resulta ser más alta de lo ideal. Hay muchos consejos prácticos para reducir significativamente nuestro impacto ecológico (comprar productos que respeten al medio ambiente, utilizar menos electricidad, utilizar el transporte público o una bicicleta más a menudo, comer menos carne, etc.), y la evidencia empírica sugiere que la huella ecológica no está correlacionada con la calidad de vida o la satisfacción con la vida. En otras palabras, ser más ecológico no tendrá un impacto negativo en tu felicidad (aquí puedes encontrar una charla de Nic Marks en donde habla sobre esto).

¿A cuánto asciende tu huella ecológica? ¿Tienes algunos consejos para reducir la huella ecológica? 

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Whistleblowers: los canarios morales en la mina de la democracia

Whistleblower

Dado que los canarios son animales más sensibles que los humanos a gases tóxicos como el monóxido de carbono, el metano, y el dióxido de carbono, antiguamente eran usados como señal de alerta en las minas de carbón. Si el canario se veía afectado por los gases, era cuestión de (más bien poco) tiempo antes de que la toxicidad fuera un peligro para los mineros. De la misma manera, el whistleblower—que en inglés literalmente quiere decir aquel que hace sonar el silbato—cumple la función de alertar a la sociedad civil de que se ha cometido una falta moral grave, falta que a menudo se traduce en un peligro para la comunidad. Pero hay una diferencia muy importante entre los canarios y los whistleblowers: mientras que a los primeros nadie les preguntó si querían arriesgar su vida por el beneficio de otros, los segundos actúan de manera voluntaria, a sabiendas del sacrificio que supondrá delatar a instituciones poderosas. Los delatores podrían no serlo, y sin embargo deciden hacer lo correcto bajo su propio riesgo.

Edward J. Snowden, antiguo empleado de la CIA y ex consultor de la NSA (la Agencia Nacional de Seguridad estadounidense) que ha destapado el “estado de vigilancia” estadounidense, se ha convertido en los últimos días en el eslabón más reciente de una larga cadena de informantes que a través de la historia han sido los guardianes morales de la democracia ante las instituciones de poder que han utilizado la opacidad a su favor y en contra del interés público.

El elemento más característico de los whistleblowers es su­­ capacidad de indignación moral. Igual que los canarios son más sensibles que los mineros, los whistleblowers parecen tener una sensibilidad moral más aguda que el resto de sus compañeros. En su libro The Art of Moral Protest (El Arte de la Protesta Moral), el sociólogo James Jasper explica el proceso por el que una persona decide convertirse en informante. La primera fase la constituye el momento del shock moral en el que el futuro informante se da cuenta de la incorrección moral cometida y se considera cómplice de esa falta por trabajar en la institución que la comete. Después sigue una etapa de protesta privada en la que la persona intenta arreglar el problema desde dentro, hablando con las personas adecuadas en la institución y con la esperanza de que la falta se haya cometido por error y haya voluntad para remediarla. Si la protesta privada falla, y se vuelve evidente que la incorrección moral no es un error, la única alternativa que queda es la protesta pública.

Gran parte de la legitimidad de los whistleblowers proviene del acto de denuncia pública como un acto moral por excelencia. La mayor satisfacción del denunciante es hacer lo correcto, ofrecer a la sociedad civil la información que merece y la oportunidad de protegerse de un peligro y de reclamar justicia. Los detractores y escépticos (que sin falta incluyen a los representantes de la institución acusada) dirán que lo que busca el delator es fama, pero hay que tomar en cuenta que el precio que se paga por unos minutos (los que sean) de fama es altísimo. ¿Tú estarías dispuesto a convertirte en el enemigo de las agencias de inteligencia más poderosas e impunes del mundo por salir en los periódicos? Además, la fama nunca está garantizada, pues en primer lugar no es raro que a los delatores se les ignore hasta el fin de sus días, y en segundo lugar la mayoría de los casos de denuncia no atraen demasiada atención mediática.

En el mejor de los casos el delator perderá su trabajo y la posibilidad de volver a trabajar en la industria a la que delató. Es un cambio de vida radical. Los escenarios menos optimistas incluyen el tener que dejar a sus familias, la huida perpetua, la cárcel, y la muerte. El documental War on Whistleblowers (La Guerra contra los Delatores) retrata bien cómo las instituciones pueden destruir la vida de los denunciantes. Por mencionar dos ejemplos particularmente famosos, en el momento en el que se escribe este artículo, Bradley Manning, el soldado estadounidense que filtró documentos clasificados sobre las guerras de Afganistán y de Iraq (incluyendo videos de ataques contra civiles), se encuentra en medio de un juicio militar, acusado de 22 crímenes, y el día de mañana Julian Assange, el fundador y editor de WikiLeaks, cumple un año sin poder poner un pie fuera de la embajada de Ecuador en Londres, en donde se encuentra refugiado.

¿Y por qué están dispuestos los whistleblowers a perderlo todo? Porque, como dio a entender en una entrevista reciente Hervé Falciani—el informático de HSBC refugiado en España que ha prevenido sobre las prácticas de evasión fiscal de los bancos—la lucha es más importante que su vida individual, y esa lucha “se puede ganar.” Dada la motivación principal de los delatores, el mayor miedo de Edward Snowden no es de sorprender: “Que no cambie nada, que la gente (…) no esté dispuesta a arriesgarse (…) para forzar a sus representantes a defender sus intereses.”

Los whistleblowers son como canarios en la mina de la democracia por otra razón más: el trato que reciben—si mostramos gratitud o indiferencia, si luchamos por remediar la falta moral de la que han alertado o los ignoramos, si los protegemos o dejamos que las instituciones a las que han delatado destruyan su vida—dice mucho de nuestra sociedad. Cuando veo que las vidas de delatores que han sacrificado su seguridad y comodidad por hacer lo correcto son destrozadas, me da por pensar que los mineros eran más amables y agradecidos con sus canarios. Por lo menos los mineros contaban con jaulas provistas de oxígeno para reanimar cuanto antes al canario medio asfixiado que les acababa de salvar la vida.

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Ética y objetividad

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Una pregunta que siempre tengo es ¿cómo puedo saber si una decisión o elección que hago es o no ética? Pienso que mi percepción de lo que es moralmente correcto no tiene por qué ser fiable, ya que está condicionada por mis hábitos de pensamiento, por mi educación, etc. ¿Podrías dar indicadores objetivos que permitan afrontar esas decisiones o cuestiones de una forma más objetiva o racional? (Borja Fernández. Madrid, España).

La pregunta por la objetividad de la ética, y los indicadores objetivos derivados de ésta, es una pregunta realmente compleja que muchos filósofos han intentado responder. Algunos filósofos—una minoría—consideran que la moralidad es completamente relativa a cada cultura o incluso a cada persona. En este esquema, es ético lo que una cultura o una persona cree que es ético. Los relativistas morales consideran que su teoría es la única que explica satisfactoriamente la variedad de prácticas morales que podemos observar en diferentes culturas y tiempos, como por ejemplo el canibalismo, la poligamia, o los infanticidios. La crítica más importante que reciben los relativistas es que la moralidad no se trata de lo es (no es descriptiva), sino de lo que debería ser (es normativa). Por lo tanto, el afirmar que una determinada cultura o un individuo cree que el infanticidio es aceptable es irrelevante con respecto a la corrección moral de la acción, de la misma manera que el que alguien crea que la Tierra es plana no afecta a la curvatura del planeta.

En el otro extremo del espectro están los filósofos que creen que la moralidad es algo completamente objetivo. Para los objetivistas (también llamados absolutistas), que algo sea moralmente correcto es un hecho, no una opinión. A través de la historia, algunos pensadores han defendido que la objetividad de la moralidad se deriva de Dios; otros piensan que se deriva de formas o estructuras universales (algo así como ideas platónicas); algunos otros piensan que se deriva de la razón. El mayor reto de estas propuestas es explicar cómo podemos acceder a los hechos morales; cómo acceder a la visión de Dios, o a las estructuras universales que rigen nuestro mundo, en definitiva, cómo saber qué es ético. Un gran número de filósofos absolutistas hoy en día optan por defender la razón como el estándar por excelencia de objetividad; bajo este punto de vista, los procedimientos racionales tales como la inferencia son los métodos adecuados para acceder a la verdad moral. Ser racional significa adoptar los medios adecuados para conseguir los fines deseados. El problema es que no está claro que la razón por sí misma sea capaz de determinar cuáles son o deben ser esos fines. Uno puede ser perfectamente racional, pero sin sentimientos morales (por ejemplo, sin una sensibilidad hacia lo indeseable del sufrimiento), uno no tendría motivos para escoger un fin sobre otro. Por eso el filósofo David Hume dijo que la razón es, siempre será, y debe ser, la esclava de las pasiones.

Desde mi punto de vista, el relativismo y el absolutismo moral son insatisfactorios, no sólo desde una perspectiva teórica, sino también desde la práctica. Por ejemplo, ninguna de las dos opciones es útil para lidiar con los problemas que trae el multiculturalismo. El relativismo nos lleva a una política de “todo vale” en la que ninguna postura moral es más valiosa que otra. El absolutismo nos lleva a un imperialismo ético en donde se pretende imponer unos criterios supuestamente objetivos a los demás, pero sin ofrecer una manera universal de acceder a esa objetividad.

Por ello creo que lo más adecuado es un camino medio, una ética que se centra en el bienestar, de manera que permite cierta flexibilidad, pero siempre bajo los límites de aquellos comportamientos que evitan el sufrimiento propio y ajeno. Es un camino medio porque es un criterio suficientemente amplio como para incluir cierta variación cultural e individual, pero no tan amplio como para incluir cualquier acción como moralmente aceptable. En otras palabras, hay muchas maneras de tener una vida ética, pero no cualquier manera de vivir puede catalogarse como ética. La evidencia empírica sugiere que hay culturas que logran tener niveles similares de bienestar con tradiciones muy distintas, y hay culturas cuyas tradiciones afectan negativamente el bienestar de los individuos. Diferentes culturas e individuos pueden encontrar placer en diferentes cosas, pero como seres humanos hay cosas que valoramos universalmente (como la amistad), y cosas que nos producen sufrimiento (como ser rechazados por nuestra comunidad).

En mi opinión, sólo es posible hablar de ética porque existen seres que son capaces de sentir sufrimiento, dolor, bienestar, y placer. Por eso creo que lo más importante es considerar el efecto que nuestras acciones u omisiones pueden tener en nuestro bienestar y el de los demás; ese es el indicador más fiable que puede haber para saber si una determinada acción es ética o no. Aunque no siempre, en muchos casos también es el indicador más próximo a ser objetivo: hay pocas cosas más reales e indiscutibles que el sufrimiento.

Esta propuesta, no obstante, lejos de proporcionar una solución definitiva, plantea más dudas. Por ejemplo, ¿cómo cuantificamos el bienestar o el sufrimiento para comparar dos posibles acciones? ¿Y qué pasa cuando hay que escoger entre una consecuencia deseable para el bienestar de muchos y una acción que nuestra intuición nos dice que es en sí misma inadmisible (como el sacrificio de una persona inocente)?

No hay respuestas fáciles a estas y otras muchas preguntas; los dilemas morales tienen que ser valorados caso por caso. Por supuesto que hay reglas, teorías, y guías que nos pueden ayudar en el camino, pero nunca habrá un algoritmo perfecto que pueda determinar de manera matemática la corrección ética de una acción. Y dado que el contexto—la cultura, el sentir de otras personas, la motivación personal, etc.—es tan importante en la ética, creo que lo más cercano a una “objetividad” que se puede lograr es la intersubjetividad. La intersubjetividad es el acuerdo que supera la oposición entre una objetividad inexistente (porque no hay una mirada que sea absolutamente independiente de los sujetos que miran) y una subjetividad contaminada por intereses y prejuicios personales y culturales. ¿Cómo acceder entonces a la intersubjetividad? Dialogando; esa es la manera más efectiva de asegurarte que tus hábitos, educación, y prejuicios, no estén dominando tu decisión. Habla con otras personas, aprende de experiencias ajenas que sean similares a la tuya, trata de ponerte en los zapatos de los demás, considera otros puntos de vista, pregúntale a las personas cómo se sentirían si hicieras esto o aquello, aprende de otras culturas, infórmate lo mejor que puedas leyendo sobre el tema que te preocupa, trata de buscar argumentos que puedan rebatir tu postura, y al final toma la decisión de la manera más honesta que puedas. La responsabilidad individual dicta que tu juicio vale más que el de los demás para tomar una decisión, pero el adoptar diferentes perspectivas te ayudará a valorar mejor el grado de sufrimiento o bienestar que puedes causar.

Si bien la deliberación ética no promete certezas matemáticas ni atajos algorítmicos, sin duda contribuye a un refinamiento de las capacidades reflexivas y de la sensibilidad hacia los puntos de vista y el sufrimiento ajenos, que no es poco.

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¿Qué papel debe jugar el sentimiento de culpa en la ética?: Ninguno

Culpa

A menudo me encuentro con que la primera respuesta que tenemos después de darnos cuenta de que hay algo que podríamos hacer moralmente mejor es el sentimiento de culpa. Creo que esta reacción tan común proviene de un bagaje cultural que venimos cargando desde hace siglos y que no sólo no ayuda a la moralidad sino que la daña. Me parece que la culpa no es la respuesta más apropiada por las siguientes razones:

Sentirse culpable no es necesario para llevar una vida ética. En otras palabras, se puede tener una vida muy ética sin tener que sentirse culpable cuando se cometen errores.

La culpabilidad no es suficiente para llevar una vida ética. Es decir, uno puede sentirse muy culpable por algo y de todas maneras actuar de manera inmoral.

La culpabilidad en sí misma no te hace mejor persona. En ocasiones creo que tenemos la sensación de que sería peor hacer algo mal y no sentirse culpable que hacer algo mal y sentirse culpable por ello, como si la culpabilidad nos hiciera moralmente superiores o nos redimiera. Creo que este tipo de pensamiento es incorrecto. Lo importante es el arrepentimiento—el deseo de haber actuado diferente, la intención de reparar el daño hecho, y la determinación de que en el futuro no cometeremos el mismo error. Mientras que el arrepentimiento se centra en la acción (p.e. «hice algo incorrecto»), la culpabilidad se centra en uno mismo (p.e. «soy una mala persona»). El arrepentimiento es útil, nos incita a no caer dos veces en la misma equivocación. La culpa es estéril. Al centrarse en uno mismo, contribuye a la reificación de nuestras cualidades negativas (p.e. «soy egoísta»), convirtiéndose en un obstáculo para que podamos imaginarnos siendo de otra manera y podamos cambiar de hábitos. Cuando nos conceptualizamos a la letra de una etiqueta, tendemos a adaptar nuestro comportamiento a la idea que nos hemos formado de nosotros mismos.

El sentimiento de culpa es una respuesta egoísta. Cuando nos sentimos culpables nos sentimos malas personas, sentimos que no estamos en paz con nosotros mismos. Pero estos pensamientos son fundamentalmente autocentrados, y la ética se trata sobre todo de los demás. La culpabilidad nos distrae de ser de beneficio a otros. Estamos tan preocupados por lo malas personas que somos que se nos olvida lo que podríamos estar haciendo por quienes nos rodean.

La culpabilidad no es una guía fiable para evaluar nuestro comportamiento. Tendemos a pensar que el sentimiento de culpa es una especie de sensor del mal comportamiento, pero muchas veces nos sentimos culpables de cosas de las que no somos responsables (p.e. la muerte de un ser querido) y no nos sentimos culpables de situaciones negativas de las que sí somos responsables.

La sensación de culpa es tan desagradable que nos incita a desviar la mirada de las injusticias. Nos sentimos tan mal con nosotros mismos cuando pensamos en las injusticias y tragedias a las que podríamos estar contribuyendo con nuestras acciones u omisiones, que preferimos no pensar en ello, distraer nuestra atención con cuestiones más agradables. En la ética hay pocos obstáculos tan grandes como el querer ignorar las injusticias.

La culpabilidad hace que asociemos la ética a sentimientos negativos. La culpa no invita a la ética, nos aleja de ella. Creo que la moralidad puede ser algo muy placentero, algo que puede contribuir a hacer nuestra vida más significativa y feliz, pero hay que saberla disfrutar, y la culpabilidad no es el camino.

En resumen, el sentimiento de culpabilidad no es una condición ni necesaria ni suficiente para la ética, y no sólo no contribuye al comportamiento moral sino que lo dificulta. En vez de sentirnos culpables, mejor sería arrepentirnos de lo que hacemos mal, reparar los daños hechos, cambiar lo que podamos, y aceptar con tranquilidad aquello que por el momento no podemos cambiar. Hay que llevar una vida lo más ética posible, sí, pero igualmente importante es hacerlo con alegría y con la conciencia tranquila de saber que estamos haciendo lo mejor que podemos. 

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Mi empleada es víctima de violencia doméstica

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Hace unos días noté que una empleada tenía un raspón en el brazo. Le pregunté medio en broma que si le había pegado su esposo, y para mi sorpresa, me contestó afirmativamente. La situación es complicada porque aparentemente su padre solía pegarle a su madre, por lo que no siente que pueda acercarse a su familia para pedirles apoyo. Tiene dos niños pequeños. Lo peor del caso es que ella cree que es su culpa que la maltraten. ¿Qué debería hacer? (Anónimo. Querétaro, México.)

Evidentemente esta es una situación muy delicada. Primero que nada creo que hay que tomar consciencia de que la vida de esta mujer (y la de sus hijos) está en peligro, y por ello es muy importante no actuar de ninguna manera que pueda agravar su situación. Es posible que ella misma no esté consciente del peligro que corre. Muchas veces las víctimas de la violencia doméstica subestiman hasta dónde puede llegar el abuso de sus agresores. Según un informe de la ONU, aproximadamente un 30% de mujeres que son asesinadas en México son asesinadas en su casa; aunque esta cifra no indica que necesariamente sean asesinadas por su pareja, en un 75% de casos de mujeres lesionadas por violencia familiar, el agresor es su pareja. En pocas palabras: el riesgo es real.

El peligro está, por una parte, en dejar las cosas como están, pues la violencia doméstica suele escalar con el tiempo (en frecuencia y en severidad)  y no es fácil saber cuánto tiempo se tiene antes de que sea demasiado tarde. Pero también hay un riesgo muy grande en hacer algo que empeore la situación. Si su esposo se enterara de que te ha dicho que le pega, por ejemplo, esto podría aumentar el riesgo para ella y para sus hijos. Además crearía un riesgo para ti y tus demás empleados. No es raro que la violencia doméstica se filtre al lugar de trabajo, pues una vez que la víctima deja su casa, ese es el lugar en donde el agresor sabe que estará. Es una eventualidad para la que desafortunadamente hay que estar preparados. Y en cualquier caso, hay que actuar con mucha cautela.

Desgraciadamente, la violencia doméstica es un problema complejo que rara vez puede resolverse de un plumazo. Cuando una persona ha crecido en un hogar en donde la violencia es rutinaria, cuesta trabajo que reconozca que, sin importar lo que haga, nadie tiene derecho a pegarle. Algo muy positivo es que te haya contado sobre su situación. Aunque sea de manera implícita, es una forma de reconocer que hay un problema y de pedir ayuda.

La buena noticia es que hay muchas cosas que puedes hacer para ayudarla y que no estás solo, hay instituciones públicas que se especializan en este problema y tienen muchos más recursos y experiencia que cualquier individuo para poder proporcionar alternativas a las víctimas de la violencia de género. Como individuo, y como jefe de tu empleada, lo primero que puedes hacer es hacerla sentir mejor. Asegurarle que crees lo que te dice, que te importa su situación, que muchas personas pasan por lo mismo que ella, que no es su culpa que su marido le pegue, que su esposo no tiene ningún derecho de hacerle daño (independientemente de lo que ella haga o deje de hacer). También resulta útil expresarle que la valoras como empleada y como persona. Puede parecer trivial, pero las víctimas de la violencia doméstica (en particular cuando se culpan) suelen sufrir de una aguda falta de autoestima, por lo que sentirse valorada puede hacer una diferencia importante para que tome una decisión que de otra manera no tomaría.

Lo segundo es proporcionarle información y apoyo. No estaría de más recordarle que en caso de emergencia puede llamar al 066 (número de emergencia en México). Afortunadamente, la legislación mexicana contra la violencia a las mujeres es bastante buena. La Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia (aprobada en el 2007), por ejemplo, permite que la reiteración de violencia no sea necesaria para que la policía tenga que tomar medidas preventivas; es decir, una denuncia (con un parte médico) es suficiente para que la policía tenga que actuar. En Querétaro, el Instituto Queretano de las Mujeres (hay un instituto similar en cada estado de México; aquí puedes encontrar los datos) proporciona orientación psicológica, asesoría legal, canalización a un refugio, e incluso ayuda social con cuestiones económicas o de otro tipo. Es posible que tu empleada no esté al tanto de que estos servicios están a su disposición, y es esencial que conozca sus posibilidades. El instituto también cuenta con un teléfono en el que se atienden llamadas las 24 horas (216 4757 o 01800 00 83568); sería bueno que tu empleada tuviera este número a la mano siempre. Cuando le informes sobre este instituto, puede ayudar que te ofrezcas a acompañarla a ir a una consulta, pues quizás tenga reparo en ir sola, y que enfatices que ir a una consulta no necesariamente significa tomar una determinada decisión, es solamente para informarse mejor. Dependiendo de sus horarios y los de su marido, también es posible que necesite ir en horas de trabajo para que su marido no sospeche.

Finalmente, es muy importante que las decisiones y la iniciativa surjan de ella misma. Presionarla sería contraproducente. De lo que se trata es de que se empodere, y decidir por ella sólo contribuiría a hacerla más víctima. Además, en caso de una denuncia, si ella no está convencida de lo que está haciendo, puede negarlo todo en el último momento y la situación puede terminar peor de lo que está ahora. Ella conoce mejor que nadie su circunstancia, y ella es la que tendrá que enfrentarse a las consecuencias de lo que decida hacer, así que es ella quien tiene que decidir. Tú sólo puedes apoyarla, que no es poco.

Algo que quizás pueda ayudar también es ofrecerle algunos libros para que la acompañen en este proceso. Resulta útil conocer otros casos, y un mayor entendimiento de las causas reales de la violencia doméstica puede ayudarle a sentirse menos responsable y más segura para actuar. Un buen comienzo puede ser esta Guía Para Mujeres Maltratadas. Aunque se centra en la comunidad española de Castilla La Mancha, la mayor parte de los consejos que da son universalizables. Otras posibilidades incluyen: Mejor Sola Que Mal Acompañada: Para la Mujer Golpeada (Myrna M. Zambrano), y Manual Para Mujeres Maltratadas (Que Quieren Dejar de Serlo) (Consuelo Barea). Algunas mujeres encuentran compañía y consuelo en unirse a grupos de apoyo por internet; éste es un ejemplo de uno de esos grupos.

Enlaces de interés

Si quieres saber más sobre lo que puedes hacer como empleador o compañero de trabajo para prevenir la violencia doméstica y ayudar a las víctimas, aquí hay tres guías que pueden ser útiles:

La violencia doméstica no cesa cuando su empleada llega al trabajo (Occupational Health & Safety Council of Ontario).

How to Repond to Employees Facing Domestic Violence (Cambridge Public Health Department).

Employers Against Domestic Violence.

Información para mujeres maltratadas en España:

Puedes llamar al 016 para pedir consejo y ayuda. Es un número gratuito que no deja rastro en la factura telefónica y lo pueden usar tanto las víctimas como los conocedores de casos de violencia de género. La Comisión Para la Investigación de Malos Tratos a Mujeres también tiene un teléfono de atención a la mujer que es 900 100 009. Finalmente, en esta guía puedes encontrar centros que protegen a las mujeres en las diferentes comunidades del país.

Información para mujeres maltratadas en el resto de la República Mexicana:

En esta página del Instituto Nacional de las Mujeres puedes encontrar los datos del Instituto de la Mujer en cada estado del país.

La Fundación Origen tiene una línea de ayuda (01 800 015 16 17)  que es gratuita y confidencial, y brinda asesoría psicológica, legal, y médica a cualquier mujer.

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La ética de comprar ropa

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¿Es ético comprar productos en cuya producción se explota y se vulnera los derechos humanos? Más concretamente en el caso de la ropa, que ahora ha vuelto a estar de actualidad a raíz del accidente en Bangladesh: si por mis condiciones económicas pienso que no puedo permitirme pagar los precios de una prenda producida en condiciones dignas ¿es ético que compre en una cadena de tiendas en donde el precio es muchísimo más barato pero que sé con bastante certeza que lo hace a costa de explotar a sus trabajadores? Mi intuición me dice que no es ético, pero ¿por qué? (Borja Fernández. Madrid, España).

Muy en general, creo que es razonable decir que no es ético hacer lo que causa sufrimiento y/o muerte a otros seres sintientes de manera gratuita.

En el caso de la ropa, comprar productos de empresas que explotan a sus trabajadores crea sufrimiento gratuito porque soporta un sistema en el se violan sistemáticamente y de manera innecesaria los derechos humanos de las personas. Es perfectamente posible hacer ropa y no explotar a nadie en el proceso. De hecho, muchas empresas lo hacen. Así que si uno tiene la opción de escoger entre dos camisetas, una de las cuales ha sido producida con mucho sufrimiento innecesario y otra que ha sido producida de manera justa, sin duda lo ético es comprar la segunda. ¿Qué pasa cuando la segunda camiseta es más cara? Todo lo que gastemos de más en la camiseta ética es dinero que podríamos gastar en otra cosa, y por lo tanto es un coste para nosotros. Así que, como bien señalas, todo depende de si nos podemos permitir ese precio o no. Si ese dinero adicional lo habrías gastado en algo superfluo, como por ejemplo dos litros de helado, ese sufrimiento que te causa no poder comprarte el helado no se compara con el sufrimiento que es causado a los trabajadores que producen camisetas como esa, así que comprar la camiseta cara sigue siendo lo más ético. Ahora, si ese dinero te urge para salvar de inanición a tu hija/o, entonces la ética ya no te puede pedir que hagas ese sacrificio. ¿Por qué? Porque el sufrimiento que causarías al comprar la camiseta cara es comparable o superior al sufrimiento causado en la producción de esa camiseta, y porque tu responsabilidad hacia tu hijo/a es superior a tu responsabilidad hacia los trabajadores en Bangladesh. Lo difícil es que normalmente nuestras circunstancias no son tan extremas, y no siempre es fácil determinar qué nos podemos permitir pagar y qué no. No hay regla que valga. En general, si gastas dinero en cosas que son moralmente poco significativas (lujos que no tienen valor moral), eso es un síntoma de que te puedes permitir pagar cosas éticas en su lugar.

Otra manera útil de reflexionar sobre este problema es pensar que comprar una camiseta que ha sido producida de manera injusta es equivalente a beneficiarte de un robo. ¿Por qué? Porque esa camiseta es barata precisamente porque la empresa que la ha producido no ha pagado los costes reales de su producción. Es decir, no ha pagado los sueldos que sus empleados necesitan para poder vivir decentemente, o no ha pagado el precio que valen los recursos naturales que se han utilizado, o no ha pagado los daños al medio ambiente que ha causado, etc. Así que comprar una camiseta que ha sido producida injustamente es bastante parecido a comprar un artículo que sabes es más barato porque es robado; por eso no es ético.

La buena noticia es que la mayoría de las veces no tenemos que escoger entre ropa barata pero injusta y ropa ética pero más allá de nuestras posibilidades económicas. Primero, hay millones de personas que podemos permitirnos comprar ropa ética aunque sea más cara. Además, hay maneras de comprar ropa ética que no son más costosas. Comprar ropa de segunda mano, por ejemplo, es una manera de no beneficiarnos de un sistema injusto y obtener ropa baratísima que muchas veces está literalmente sin usar. Algunas de mis prendas favoritas las he encontrado de segunda mano y nuevas (o como nuevas). Otra posibilidad es que, en vez de comprarnos 20 camisetas de dos euros, nos compremos 2 o 3 que son más caras, pero más éticas y también de mejor calidad. Quizás al reflexionar sobre los costes humanos y ecológicos de nuestra ropa nos demos cuenta de que no necesitamos tantas prendas como pensábamos.

Finalmente, más allá de qué ropa compremos, hay muchas otras cosas que podemos hacer por la causa. Es importante presionar a los gobiernos y las grandes empresas (entre las cuales seguramente se encuentre alguna de nuestras favoritas en cuanto a estilos) para que produzcan ropa ética. Los consumidores no tendríamos que estar escogiendo entre ropa justa e injusta. Todo debería de ser producido de manera que se respeten los derechos humanos y se pague el precio real de las cosas. Esto no es utópico. Simplemente hace falta la instauración de políticas mínimas. La explotación que hoy se vive en países como Bangladesh y China es muy parecida a la explotación vivida en países como Inglaterra durante la revolución industrial. Si se pudo acabar con la segunda, no hay por qué no se pueda acabar con la primera. Además, si todas las empresas respetaran estas políticas mínimas, los costes de la ropa ética bajarían. Así que no dudes en firmar peticiones como ésta, en escribir en el muro de Facebook de empresas de ropa para hacerles saber que no comprarás su ropa hasta que garanticen estándares mínimos a sus trabajadores, y si un día pasas por una empresa que sabes es poco ética y te sobran diez minutos, pide una hoja de reclamación y hazles saber tu opinión. Pregunta a las empresas sobre sus estándares éticos (por Facebook, email, o en persona); que se enteren que a los consumidores nos importa. No hay que subestimar estas pequeñas acciones políticas. En gran parte gracias al magnífico trabajo de Avaaz.org con sus peticiones online, firmas como H&M y Zara ya se han comprometido al Plan de Seguridad de Bangladesh, que es un paso relativamente pequeño (porque todavía no son empresas éticas) pero importante. Las empresas son más sensibles de lo que te puedes imaginar a los deseos de los consumidores. Y así avanza el progreso moral, pasito a paso.

A continuación recomiendo algunos sitios web en donde se puede encontrar ropa ética, y otros en donde se puede encontrar un análisis ético de algunas empresas.

¿Dónde encontrar ropa ética?

Moda ética. Contiene recomendaciones de dónde comprar ropa ética en España.

Naturóticas. Contiene marcas españolas e internacionales.

Good Guide. Esta es una excelente guía para encontrar productos éticos de todo tipo, no sólo ropa.

Style With Heart. Otra buena guía de ropa ética internacional, aunque algunas tiendas sólo pueden encontrarse en el Reino Unido.

También hay que recordar que hay mucha ropa ética que no está etiquetada como tal. Eso suele pasar mucho en países latinoamericanos con la ropa artesanal. Lo importante es saber de dónde viene, cómo se produce.

Análisis de las políticas éticas de algunas empresas

La campaña Ropa Limpia ofrece un análisis de algunas empresas de ropa importantes.

Ethical Consumer. Esta página puntúa a diferentes empresas y productos por sus características éticas.

Know More. Esta página intenta informarte sobre lo que estás apoyando con tu dinero cuando compras productos de determinadas marcas.

Ethical Brand. Un directorio de marcas éticas.

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La ética del empleo doméstico

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¿Es ético tener sirvienta en un país como México? (Anónimo.)

Ésta es una muy buena pregunta, en primer lugar, porque identifica un área de posible conflicto ético en donde mucha gente ni siquiera se pararía a pensarlo. A veces el reto más importante es desarrollar la sensibilidad para identificar problemas éticos donde otras personas no los ven. También es una pregunta interesante porque la misma formulación de la pregunta sugiere algunas de las razones por las cuales puede ser problemático contratar a un/a asistente doméstico/a.

¿Qué tiene de particular México que lo distingue de otros países y puede hacer del empleo doméstico un asunto cuestionable? Me parece que la respuesta es que es un país con una desigualdad considerable en el que el trabajo doméstico todavía no está regulado. (Ahora mismo, por cierto, hay una campaña para que México ratifique el convenio 189 de la Organización Internacional del Trabajo, que regula el empleo doméstico.) Por lo tanto creo que puede ser ético contratar a un/a asistente doméstico/a siempre y cuando no se esté contribuyendo con ello a la desigualdad. ¿Y cómo no contribuir?

En primer lugar, se ha de pagar un sueldo justo y digno a la persona que se contrate. ¿Y cuánto es eso? Es difícil decir, pero podemos usar el índice Big Mac para hacer una aproximación. El índice Big Mac se basa en saber cuánto cuesta una hamburguesa en cada país y es utilizado por la revista The Economist para comparar el poder adquisitivo de distintos países. En pocas palabras, es una manera accesible de valorar qué tan cara es la vida en un país para saber cuánto hace falta pagarle a alguien para que pueda tener una buena vida.

En Dinamarca, por poner un ejemplo de un país con una desigualdad económica reducida, una Big Mac cuesta 31.5 coronas, y el sueldo mínimo es de 103 coronas por hora, de manera que hace falta trabajar menos de 20 minutos para poder comprar una hamburguesa. En México en cambio, una Big Mac cuesta 37 pesos, y el sueldo mínimo es de 13 pesos por hora (suponiendo que se trabaje 40 horas a la semana), de manera que hace falta trabajar casi tres horas para poder conseguir una hamburguesa. En México, el 74% de las empleadas domésticas afirman ganar menos de mil pesos a la semana, lo que equivale a menos de 25 pesos por hora. Para disminuir la desigualdad en México a los niveles de Dinamarca, haría falta pagar un sueldo mínimo de 110 pesos por hora.

¿No es injusto comparar a México con un país tan avanzado como Dinamarca? No creo. México es un país con un capital natural y humano inmenso que promete convertirse en una de las potencias económicas más importantes del siglo XXI. Creo que es el momento ideal para que los ciudadanos mexicanos se planteen qué tipo de país quieren tener y cuál es su parte en la construcción de ese país. Mucha de la gente que paga bajos sueldos a sus empleados domésticos seguramente puedan permitirse pagarles mejor. De todas maneras, estas reflexiones no son para seguirse al pie de la letra en todos los casos habidos y por haber. El contexto es crucial. Si uno mismo tiene un sueldo bajo y sólo puede permitirse pagarle 60 pesos por hora a una persona realmente necesitada que de lo contrario estará desempleada, 60 pesos es mejor que nada. Lo importante es ser honestos con nosotros mismos. ¿Hasta qué punto estamos pagando el sueldo que se merece otra persona? ¿No será que sí nos podemos permitir pagar un sueldo más justo pero preferimos gastar nuestro dinero en otras cosas menos significativas, o que pagamos bajos sueldos porque no valoramos lo suficiente cierto tipo de trabajos?

La desigualdad no sólo se manifiesta en el salario, sino también en la falta de derechos laborales y en ideas culturales por las cuales no se reconoce a ciertos sectores de la población como personas cuyas vidas son tan valiosas como la nuestra.

El trabajo doméstico es un trabajo como cualquier otro, y merece ser remunerado y reconocido como cualquier otro trabajo que contribuya al buen funcionamiento de la sociedad. Por ello creo que es importante no llamar a los trabajadores domésticos “sirvientes,” pues el nombre tiene connotaciones que contribuyen a pensar en las trabajadoras y los trabajadores domésticos como esclavas y esclavos, como una casta de servidumbre. El nombre que le ponemos a las cosas importa. No es lo mismo hablar de tener una sirvienta que hablar de contratar a un/a asistente doméstica/o. Los nombres pueden dignificar o rebajar el valor de un puesto de trabajo.

Hace falta también respetar los derechos laborales de las y los asistentes domésticos. En México, éstos incluyen: un máximo de ocho horas de trabajo al día (más horas se han de pagar como horas extra), un contrato de trabajo, seguro social, vacaciones, aguinaldo, etc. Lo más importante es reconocer que las trabajadoras y los trabajadores domésticos son eso, trabajadores. Y los derechos no se suplen con amabilidad o cercanía, ni siquiera con comida gratis. Como dice Marcelina Bautista, directora del Centro de Apoyo y Capacitación para Empleadas del Hogar (CACEH), “si no hay derechos no es un empleo, se trata de explotación laboral.”

Me parece importante destacar también que la mayoría de trabajadores domésticos son mujeres. Como parece indicar la pregunta que nos ocupa, todavía solemos pensar en las tareas de la casa como tareas fundamentalmente femeninas. El problema ético del empleo doméstico es por ello también un problema de género muy relacionado a la minusvaloración del trabajo de las mujeres. Hay que reconocer que los trabajadores domésticos pueden ser mujeres u hombres, y que en cualquier caso se merecen el mismo respeto, su trabajo es igualmente valioso, y deben obtener por él un sueldo igualmente justo. Hay que estar abierto a contratar a cualquier persona, sin importar su género, para cualquier tipo de trabajo.

Algo particularmente preocupante es que un tercio de las empleadas domésticas no han finalizado la educación primaria, pues muchas de ellas empezaron a trabajar desde pequeñas. Esto contribuye significativamente a la desigualdad de género (pues hasta ahora, como se ha dicho ya, la mayoría de estas personas son mujeres), y en cualquier caso contribuye a la desigualdad en la educación y el conocimiento. Por ello es importante tratar de no contratar de tiempo completo a niñas y niños menores de 14 años que tendrían que estar en la escuela, y si se contrata a alguien (menor o no) que tenga deseos de estudiar, sería deseable que se le permitiera, en la medida de lo posible, poder compatibilizar ambas actividades. Aquí puedes encontrar una guía útil para saber bajo qué condiciones se puede emplear a menores de edad en México.

Último punto. Habrá quien piense que este artículo es exagerado o un tanto injusto. Después de todo, ¿quién le da seguro médico a sus asistentes domésticos en México? Sólo un 8.5% de empleadores. Pero hay que recordar que la ética no es cuestión de estadísticas. El hecho de que la mayoría de los empleadores domésticos no le den seguro médico a sus trabajadores no lo hace éticamente aceptable, igual que el hecho de que en algún momento de la historia y en algunos países se haya aceptado la esclavitud como algo normal no lo hace moralmente correcto. La ética no se trata de lo que de hecho haga la mayoría de la gente a nuestro alrededor; se trata de lo que le debemos a otras personas para que puedan tener una buena vida; no se trata de lo que hacemos sino de lo que deberíamos hacer.

Si te interesa saber más sobre la situación de las empleadas domésticas en México, te recomiendo mucho la revista que ha publicado sobre el tema la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal.

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¿Es ético suicidarse?

¿Hasta qué punto eres realmente dueño de tu vida? Si tu deseo más profundo y frecuente es morir, ¿qué sigue? (Anónimo.)

¿Somos dueños de nuestra vida?  Es decir, ¿tenemos el derecho de hacer lo que queramos con ella, incluso si lo que queremos es morir? Sí y no. En líneas generales, tenemos el derecho de decidir sobre las cuestiones más importantes de nuestra vida: escogemos a nuestros amigos, nuestra pareja (o si no queremos tener pareja), nuestro trabajo (siempre y cuando las circunstancias económicas lo permitan), etc. Pero nuestra libertad para decidir con respecto a nuestra propia vida tiene límites morales marcados por el sufrimiento que podamos infligir a otros. No obstante, estos límites no siempre son claros. En ocasiones el sufrimiento que imponemos a otros al hacer lo que queremos es menor que el sufrimiento que sentiríamos nosotros mismos si obedeciéramos a las expectativas de los demás. A veces las exigencias de otros son enteramente razonables y justificables (por ejemplo, un menor de edad tiene derecho a esperar de sus padres cierto grado de cuidado y compromiso), y otras veces no lo son (por ejemplo, tus amigos no pueden esperar que siempre estés de acuerdo con ellos).

¿Tienen los demás el derecho a pedirnos que sigamos viviendo en contra de nuestra propia voluntad? ¿Es ético suicidarse? En gran medida depende de la circunstancia. Suicidarte porque tienes una enfermedad dolorosa y terminal es muy diferente que hacerlo porque te encuentras en la cárcel en cadena perpetua, o suicidarte en señal de protesta para cambiar una situación injusta, o suicidarte porque tienes una depresión profunda, o por desamor, etc. No sé nada de tu circunstancia, y por tanto sólo puedo dar una respuesta muy general.

Por los efectos negativos que puede causar en otros, por el ejemplo que da, y por la irreversibilidad de la acción, me parece que en cualquier caso el suicidio debe de verse como el último de los recursos. Desde una perspectiva utilitarista (que se preocupa por la suma total del bienestar y el sufrimiento en el mundo), el sufrimiento que te estarías ahorrando al terminar con tu vida—suponiendo que tu experiencia consciente termina con la muerte—tendría que sobrepasar al sufrimiento que tu muerte causaría en otros.

El suicidio de alguien cercano suele dejar heridas profundas, y un doloroso sentimiento de culpabilidad y vacío. Un ejemplo del daño que puede causar un suicidio es el estudio que muestra que los niños y adolescentes que pierden a su madre o padre por suicidio son más propensos a quitarse la vida. Al decidir terminar con nuestra vida, decidimos voluntariamente dejar de ayudar y acompañar a los demás. Dejamos a nuestros familiares y amigos con sus problemas y abandonamos el barco. Por ello, decidir seguir viviendo es un acto de solidaridad. Nuestro suicidio también les arrebata a otros la posibilidad de decirnos cosas que querrían habernos dicho, de arreglar problemas que de otra manera siempre quedarán en vilo. Una de las cosas más dolorosas de la muerte de otro es saber que nunca podrás volver a hablar con esa persona, que no hay más despedidas o confesiones, preguntas o disculpas. La muerte crea una barrera infranqueable, y cuando una muerte es voluntaria, esa barrera es todavía más dolorosa.

Hay que pensar que incluso el suicido de un desconocido puede ser traumático para alguien. Hace unos meses un amigo presenció un suicidio en la calle, por azar; desde entonces tiene problemas de insomnio.  Una de las narraciones personales más escalofriantes que he oído nunca fue la de una persona que tuvo que limpiar los restos de alguien que se había suicidado con una pistola. El suicidio es la marca última de la desesperanza, y la desesperanza, como la esperanza, es contagiosa.

¿Qué hacer si tu deseo es morir? Hay muchas formas de morir, y sólo algunas de ellas implican la muerte biológica. Lo que quiero decir es que, muchas veces, detrás del deseo de morir se encuentra un deseo de cambio, de dejar de ser la persona que somos, de cambiar las circunstancias de nuestra vida. Todo cambio es una pequeña muerte y un renacer. Piénsalo de esta forma: ¿querrías morir si tu vida fuera completamente diferente, si todo lo que te aqueja cambiara para bien?

Así que mi consejo es, en primer lugar, cambia. Quien se plantea seriamente el suicidio no tiene nada que perder. Usa tu deseo de morir a tu favor; puede hacerte una persona muy especial, alguien que se atreve a hacer cambios radicales en su vida sin miedo al fracaso. Trata de remediar aquello que no te gusta o te causa dolor. Cambia de hábitos, conoce gente nueva, búscate un pasatiempo que puedas disfrutar. Acuérdate de aquello que deseabas ser de mayor cuando eras pequeño/a y piensa en la posibilidad de perseguir ese deseo o uno parecido. Cambia de ciudad o país si hace falta. Encuentra métodos (como la meditación, por ejemplo) que puedan ayudarte a cambiar tu percepción de las cosas. Si cambias tu mente, cambias tu mundo. Come bien; come más verduras y frutas y menos comida refinada. Parece un consejo superficial o irrelevante, pero somos seres biológicos, y la falta de una vitamina como la B3 puede inducir emociones depresivas. Ayuda a los demás y pide ayuda (que puede incluir ayuda profesional); mejorar la vida de otros y que otros mejoren la nuestra es de las cosas que más da sentido a nuestra vida. Avisa a tus seres queridos de cómo te sientes; dales una oportunidad para ayudarte a cambiar de vida. Busca la alegría en los detalles cotidianos. No importa qué tan mal esté el mundo, siempre hay pequeñas cosas que pueden hacer que la vida valga la pena, aunque no siempre son autoevidentes y a veces haya que buscarlas con atención. Cuando salgas a la calle, fíjate en los niños que juegan, en la sensación del viento, en las risas de otros. A veces esos detalles bastan para poder saborear el vivir.

En segundo lugar, nunca tomes una decisión que sea tan irreversible como la muerte bajo el influjo de una emoción que es pasajera. Incluso las emociones que nos visitan recurrentemente durante años pueden pasar o cambiar. El suicidio, en cambio, no tiene vuelta atrás. El filósofo John Stuart Mill pensaba que nunca deberías de tomar una decisión que pueda coartar tu libertar, tu capacidad de decidir en el futuro, de poder cambiar. Por último te comparto un microrrelato de Gabriel García Márquez sobre el suicidio titulado “El drama del desencantado” que ilustra maravillosamente esta idea:

…el drama del desencantado que se arrojó a la calle desde el décimo piso, y a medida que caía iba viendo a través de las ventanas la intimidad de sus vecinos, las pequeñas tragedias domésticas, los amores furtivos, los breves instantes de felicidad, cuyas noticias no habían llegado nunca hasta la escalera común, de modo que en el instante de reventarse contra el pavimento de la calle había cambiado por completo su concepción del mundo, y había llegado a la conclusión de que aquella vida que abandonaba para siempre por la puerta falsa valía la pena de ser vivida.

Drama del desencantado

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¿Y quién soy yo para opinar sobre ética?

En este blog me propongo reflexionar sobre la ética en la vida diaria, e invito a mis lectores a compartir sus dudas y sus dilemas morales. Pero, ¿quién soy yo para opinar sobre los dilemas morales de otros? ¿Por qué hago este blog? Y, más importante aún, ¿por qué habría alguien de escribirme o leerme?

Primero que nada, me parece que poder consultar una duda con alguien—casi con cualquiera—es algo valioso en sí mismo. El plantear una pregunta de manera clara para que otra persona pueda comprendernos ayuda a identificar la esencia del problema, y obtener una perspectiva diferente de la nuestra, aun cuando no estemos de acuerdo con ella, nos enriquece, pues nos invita a aclarar nuestra propia opinión. Los seres humanos pensamos mejor en diálogo (ya lo dijo Sócrates), y no siempre es fácil encontrar a alguien que esté dispuesto a prestarnos su atención y su tiempo para pensar sobre un problema.

Incluso si tenemos algún familiar o amigo con quien comentar una duda ética, resulta útil contar con otra opinión que pueda ser más imparcial. Con frecuencia compartimos lazos afectivos (y conflictivos) demasiado fuertes con la gente más próxima a nosotros como para obtener una opinión medianamente objetiva.

La posibilidad de poder preguntar de manera anónima añade la ventaja de la confidencialidad. Los problemas éticos a menudo tocan temas sensibles, e incluyen información que preferiríamos mantener privada.

Finalmente, mis estudios de licenciatura y posgrado en filosofía me han aportado cierta familiaridad con la ética que espero pueda ser de utilidad. Aunque la última palabra es de los lectores, digo yo que tantos libros y artículos de ética han de servir de algo. De todas maneras en esta página no hay gurús ni respuestas definitivas. Lo que hay son opiniones que intentan ser informadas (aunque siempre existe la posibilidad del error), y diálogos. Al final del día, y siempre y cuando hayas considerado seriamente otros puntos de vista, la opinión que más cuenta es la tuya.

Independientemente de hacer una pregunta, ¿por qué leer este blog? Porque algunas de las dudas de otras personas se parecerán a los nuestras, porque nunca sabemos qué dilemas morales puedan esperarnos en el futuro, porque las perspectivas de otros iluminan nuestra propia vida. Además podrás formar parte de una comunidad en la que juntos podemos reflexionar y dialogar sobre problemas que nos importan y nos afectan a todos. Así que, ya sabes, suscríbete, pregunta, comenta, opina, y comparte.

Carissa Véliz

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